Ernest Pignon – Ernest regresó recientemente Chile, esta vez, como invitado de la Escuela de Arte de la PUC. Veinte años atrás, gracias a las gestiones de los artistas Balmes y Brugnoli, había realizado un taller en Santiago que culminó con la instalación en el espacio publico, de una centenar de serigrafías diseñadas con la imagen de Pablo Neruda.

Pignon-Ernest es un artista francés nacido en Niza 1942 y que radica actualmente en París. Podemos incluirlo en el núcleo de realizadores que ha participando, desde los orígenes, en los conflictos de la estética de su época. Su obra, que posee una clara filiación con la corriente de arte efímero y vocación urbana, se ve cristalizada en una práctica artística que, desde 1971, lo llevará a irrumpir sistemáticamente con dibujos de figura humana, a tamaño natural, en amplios sectores de una ciudad.

Su estrategia de inserción en el espacio público, implica el traslado hacia la calle de ciertos héroes fundacionales del imaginario colectivo occidental – Jesucristo, Prometeo, Medusa y David y Goliat entre otros -, expuestos en forma paralela con algunos personajes claves de la escena actual, como Pasolini, el citado Neruda, Maïakovski o Rimbaud.

En su proyecto global, dicho universo de “individuos” se complementa con escenas de lucha social y política –“La Comuna”, el apartheid de Sud Africa, las expulsiones de argelinos desde Francia y otras reivindicaciones – protagonizadas por personajes anónimos.

Su proyecto extiende el arte del mural hacia un campo no abordado anteriormente: la ciudad. Esto implica una situación que deja atrás el antiguo diálogo de la pintura con el muro de un edificio y su entorno inmediato, para iniciar otro mas abierto, con la trama urbana de la ciudad que interviene, obligándonos a replantear el concepto de obra mural.

A nuestro entender, ésta se desplaza, ahora, hacia la condición de hecho artístico con carácter urbano, entendiéndolo de la forma en que lo presenta Jaime BRIHUERA: “Cuando se pretende, que la reflexión sobre el arte albergue la incidencia de aquellos factores que vinculan el arte con la realidad histórica, se estará partiendo de una unidad más compleja que el simple objeto, de algo que cabría denominar como hecho artístico.(…)

El horizonte de la reflexión obliga entonces a deslizarse continuamente (…) sobre el individuo, grupo social, instituciones o abanico simbólico-funcional que han dado existencia a un objeto, idea o lenguaje visual y la gravitación económica y sociocultural que arrastran sobre sí mismos, es decir, sobre el proceso de producción material, simbólica, semiótica y estética”.

Siguiendo esta lógica, el hecho artístico se construye en el diálogo obra/entorno/espectador, enmarcándose no sólo en los aspectos físicos, sino, que al mismo tiempo, en el espacio mental de sus tres componentes.

Lo que en definitiva está en juego, “no son las impresiones o las sensaciones del arte retiniano, sino el acto de escoger una realidad entre la realidad, el acto a través del cual, el no-arte se convierte en arte” (Joan SUREDA)

Ese no-arte es en el caso del arte urbano, el entorno físico y humano que rodea al objeto o la acción artística y que completa la propuesta.

Todo hecho artístico es, por lo tanto, un territorio de síntesis, de confrontaciones, de implicancias y creación de sentido. Un ámbito, producto de la intersección de otros ámbitos, fundamentalmente, de la tríada:

A- Proyecto del artista. Cuya propuesta ha nacido (o ha sido modificada) para un espacio y tiempo específico.
B- Lugar de emplazamiento/recepción: El espacio en el cual se inserta el proyecto del artista (ciudad en el arte urbano), el cual es contemplado en su aspecto físico, mental y temporal, interactuando con el proyecto, re-significando el espacio y concluyendo el sentido global.
C- El receptor: Éste, se ve envuelto en un movimiento de participación, siendo impulsado a un comportamiento exploratorio respecto al espacio que lo rodea y a los objetos que se sitúan en él. En el hecho artístico de carácter urbano, el espectador pasa a ser protagonista, sin perder su doble condición de peatón y ciudadano.

Es evidente que una creación que responde a la señalada tríada, para constituir un ámbito, debe ser entendida como un proceso abierto, inacabado, integrado a la vida, aunque su presencia sea efímera. Y, esto es un dato categórico, ya que al interior de las manifestaciones de carácter urbano realizadas desde la década de los 60′, muchas poseen este carácter (efímero), lo que no disminuye ni su densidad teórica ni su fuerza expresiva.

Ya POPPER, sentenciaba esta situación expresando que, “cuando el valor del arte no reside en la perennidad o imperennidad del objeto, sino, en el desplazamiento del valor estético desde la obra a su vivencia, se está respondiendo al hecho de que el estatuto de la obra de arte se ha desmoronado y por ello los artistas han elegido asumir nuevas funciones más próximas al mediador que al creador”.

El proyecto de Pignon-Ernest se hace cargo de esta situación desde inicio de los 70, proponiendo una producción artística capaz de instaurar un clima que establece un plano estético en el cual el espectador participa, física y mentalmente, concluyéndolo.

Claro ejemplo de ello es el proyecto que ha desarrollado en la Ciudad de Nápoles. Éste, nace del deseo del artista por darse un tiempo para interrogar a los arquetipos que fundan las raíces mediterráneas, y en ello, penetrar en las estructuras de nuestro imaginario colectivo occidental.

El lugar para este ejercicio intelectual, sociológico, antropológico y estético fue conscientemente elegido. El artista estaba convencido de que en Nápoles “la historia no se diluye, se superpone (…) allí existe una familiaridad antigua, esencial (…) como un retorno al centro de la tierra”.

Para iniciar su proyecto, el pintor comenzó por recorrer detenidamente la ciudad, sacando fotos, croquis, tomando apuntes de edificios y leyendo sobre sus historias. Del total de la información, “la muerte” apareció como una constante simbólica.

En aquella geografía dominada por dos volcanes, sus manifestaciones y sus rituales se encuentran por todas partes: al oriente el Vesubio, responsable de todos las difuntos de Pompeya; al occidente el volcán Soflamara, en perpetua ebullición y cuyos temblores han hecho que los napolitanos tengan una relación especial con la muerte: intensa, cotidiana trágica e irónica.

Recordemos que en sus calles negras, construidas con lava volcánica, es que Agripina será apuñalada y Masaniello decapitado; que es allí donde Eneas, guiado por la sibila de Cumes, entrará al reino de Hades, y en donde Virgilio sitúa las puertas del infierno. Y por si el pasado fuera insuficiente para otorgar a las calles de Nápoles certificado de malas muertes, están para recordarlas en el siglo XX, las numerosas víctimas de la camorra.

Ernest Pignon afirma, “que concentradas sobre la lava negra con que pavimentaron sus calles (los napolitanos) están todas las esperanzas míticas, históricas, geológicas y racionales, mezcladas, confundidas para montar en cualquier momento desde el vientre de la tierra”.

Pero, esto es solo una cara de la moneda, en la otra, como contrapartida a la cultura mortuoria que late en la atmósfera de la ciudad, está la mujer, quien resulta fundamental para los napolitanos: en sus rituales, muchas “madonnas” reemplazan a las figuras sagradas masculinas, imprimiendo un sello de esperanza y dulzura que el artista que nos convoca, sabrá recuperar.

Con ambos elementos, trabajados como contrapuntos visuales, Pignon-Ernest desarrolla un proyecto compuesto por treinta y un dibujos originales (realizados a la piedra negra en diferentes formatos) y diez murales-seriados (serigrafiados sobre papel periódico).

El conjunto fue desplegado diferidamente en la ciudad a lo largo de siete años (1988 – 1995), estando constituido por cuatro períodos de intervención: Conjunto Nápoles I (1988). Conjunto Nápoles II (1990). Conjunto Nápoles III (1993). Conjunto Nápoles IV (1995).

Para su realización, el pintor estudiará en primera instancia a los artistas napolitanos en general, pero, paulatinamente se irá centrando en Mattia Pretti y finalmente en Caravaggio, artista de vida intensa, insolente y pasional, que murió asesinado en una calle de Nápoles.

Del conjunto, recuperamos aquí la figura titulada Puertas del purgatorio, la cual fue pegada en cien lugares del casco antiguo de Nápoles.

Como podemos apreciar en su reproducción, la imagen muestra a un hombre que penetra por una puerta con el cuerpo de un muerto a sus espaldas. El portador es un ser anónimo (un igual al muerto) que exhibe gran eficacia en el gesto del traslado, dejando una atmósfera de austeridad, de tragedia sin pathos. Es evidente que gracias a este acto, él, el cadáver “viaja” hacia un destino indudablemente más digno que su abandono en la calle.

Según el artista, la acción responde a ciertas pinturas napolitanas que dan cuenta de las grandes pestes. Su intención no era recordarlas, sino actualizarlas. “Quise que tuvieran toda la referencia a las epidemias en este período de SIDA. De allí el cuerpo; la línea; la sensualidad; el movimiento; la mano arrastrándose en el suelo”.

Al dibujarlo, dicho acto se convierte en un gesto in extremis; en un momento de desesperación en el cual los límites de la vida y de la muerte parecen confundidos, como lo están los cuerpos de los dos protagonistas, desnudos de signos elementales de identidad unidos allí por los acontecimientos, uno completa al otro. Un solo rostro, una sola espalda, un solo torso, para dos seres cuyas fisonomías se confunden en un viaje hacia la oscuridad que, presumiblemente, terminará por hermanarlos.

Podemos sintetizar el proyecto, diciendo que Nápoles, la ciudad poseedora de un verdadero laberinto de historias, fábulas, mitos y épocas visibles en su arquitectura. La de trama más cerrada en esplendores y ultrajes. De altas leyendas, de bajos instintos,
vió restituirse una vez más gracias al arte, lo eterno en lo precario; lo religioso en lo profano, encontrándose frente al espejo de sus huellas, de sus creencias sin edades, y de sus alegorías.

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